martes, 15 de febrero de 2011

¿Cómo apropiarnos de los beneficios de la Palabra de Dios?


Dios nos ha dado Su Palabra para que hagamos algo con ella. Si no lo hacemos, los tesoros allí guardados no nos servirán de nada. ¿Cómo nos apropiamos de los beneficios con que Dios impregnó Su Palabra?

En primer lugar, debemos leerla en oración y procurar entenderla. El asunto no consiste en tomar un ejemplar de la Biblia y abrirlo en el Sal. 23 o en el Sal. 91, como hacen algunos, o meterla debajo de la almohada. Las páginas de la Biblia no actúan en una forma mágica, actúan a través del entendimiento.

Dice Jeremías, en el cap. 15 de su profecía, en el vers. 16: “Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón”. Así como tenemos que extraer los nutrientes de los alimentos triturándolos con nuestros dientes, y luego tragándolos para hacerlos pasar por el aparato digestivo, así tenemos que triturar las Escrituras, leyéndola con atención y en dependencia de Dios, en oración.

“Desead, como niños recién nacidos la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación” (1P. 2:2).

Pero no debemos limitarnos a leer las Escrituras, sino también a meditar en ella y memorizarla (Sal. 1:1-4).

 Si vamos a hacer un uso oportuno de las Escrituras, debemos atesorarla en el corazón, tenerla fresca en la memoria. “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra mí” (Sal. 119:11).

Recuerdo lo beneficioso que fue para mí en mis primeros años como creyente, memorizar Sant. 1:12 (“Bienaventurado el varón que soporta la tentación…”). A través de mi vida cristiana he tenido que volver a este versículo una y otra vez.

Pero no solo debemos leer atentamente las Escrituras, meditar en ella y memorizarla; debemos también escuchar con atención la Palabra predicada. Noten el énfasis que las Escrituras ponen en este asunto (comp. Gal. 3:2; Rom. 10:17).

“El que tiene oídos para oír, oiga”, es una expresión que Cristo repitió varias veces durante Su ministerio.

Debemos prestar atención a la Palabra predicada, escucharla sin justificarnos a nosotros mismos y sin racionalizar lo que estamos escuchando.

Pero aún hay algo más que debemos hacer, aquello que va a coronar todos nuestros esfuerzos: debemos desarrollar una forma bíblica de pensar. Alguna vez se han preguntado cómo es que el salmista nos dice en el Sal. 119:97: “¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación”. ¿Cómo es que este hombre meditaba todo el día en las Escrituras? ¿Es que acaso no tenía otra cosa que hacer?

David nos dice en el Salmo 1 que esa es una de las características del hombre bienaventurado: medita en la ley de Jehová día y noche. Y una vez más yo pregunto, ¿cómo es eso?

Porque estos hombres desarrollaron una forma bíblica de pensar, y todo lo que les ocurría, y cada decisión que tomaban, la contemplaban a la luz de los principios bíblicos. Estos hombres relacionaban todas las cosas y circunstancias con la Palabra de Dios. Por eso la traían a colación en sus vidas día y noche.

De hecho, es en esto que consiste el ejercicio de la fe, en pensar correctamente y a tiempo. ¿Por qué muchos creyentes pierden el gozo? ¿Por qué se dejan arropar por la adversidad en medio de las pruebas y dificultades de la vida? ¿Por qué se llenan sus corazones de amargura y de ansiedad? Porque pierden el foco, porque no analizan las cosas conforme a la verdad de Dios revelada en las Escrituras, sino conforme al panorama que se presenta delante de sus ojos.

Las circunstancias los arropan y no ven nada más. Es normal y natural que nuestros corazones tiendan a turbarse inicialmente cuando nos encontramos en medio de una prueba. Si el maligno arroja una bomba en el centro de nuestra paz, vamos a sentir el choque de sus ondas expansivas. Esa es la primera reacción del corazón: turbación, temor, ansiedad.

Pero, ¿qué hacemos, entonces?  ¿Dejamos que esa turbación, o esa amargura se apodere por completo de nosotros, como si no hubiese en los cielos un Dios soberano que controlara todas las cosas para la gloria de Su nombre y el bien de Su pueblo? ¿Como si no hubiese en las Escrituras promesas sin número a las cuales echar mano en tiempos de adversidad? ¿Como si no hubiese dirección clara en la Palabra de Dios para la solución de conflictos personales, o para manejar el afán y la ansiedad?

La ley de Jehová es perfecta; en ella encontramos un manual de vida completo y suficiente que debe permear nuestra forma de pensar, de lo contrario, nuestro gozo se verá seriamente afectado, una y otra vez, y eso es exactamente lo que quiere lograr el enemigo de nuestras almas.

El no puede arrebatarnos ya la salvación que Cristo compró para nosotros en la cruz, pero tratará por todos los medios posibles de impedirnos que nos gocemos en ella y demos frutos.

Pero ahí tenemos las Escrituras, la espada del Espíritu, para alimentar nuestra vida espiritual, para fortalecer nuestra fe, para darnos esperanza, libertad, sabiduría, consuelo, seguridad, victoria.

Con ella podemos enfocar otra vez lo que está desenfocado, y viendo el camino con claridad podremos seguir con gozo nuestro peregrinaje hacia la Canaán celestial. Cristo, nuestro Salvador, nos dejó todos los recursos necesarios para restaurar el gozo perdido. Más aun para que estemos llenos de gozo.

“Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Jn. 15:11). Es nuestro deber procurar ese gozo, porque para eso fuimos creados, para glorificar a Dios, y gozar de Él por siempre.

Termino citando las palabras de Moisés en Deut. 32:46-47: “Aplicad vuestro corazón a todas las palabras que yo os testifico hoy, para que las mandéis a vuestros hijos, a fin de que cuiden de cumplir todas las palabras de esta ley. Porque no os es cosa vana; es vuestra vida”.


© Por Sugel Michelén. Todo Pensamiento Cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.


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