Uno de los episodios más conocidos de la historia del nacimiento del Señor Jesucristo, es el de la visita de los magos. El evangelista Mateo relata en el capítulo 2 de su evangelio que un grupo de hombres sabios vinieron de oriente a Jerusalén en los días de Herodes, preguntando sobre el rey de los judíos que había nacido.
Esto, por supuesto, causó un enorme revuelo en la ciudad de Jerusalén y una gran preocupación en el corazón del rey Herodes. Por lo que inmediatamente convocó a todos los principales sacerdotes y a los escribas, para preguntarles dónde se suponía que habría de nacer el Cristo.
Y la respuesta fue dada de inmediato: en Belén de Judea. Esto era algo que todos los rabinos de Israel conocían perfectamente, porque así había sido profetizado 700 años antes por el profeta Miqueas (Mi. 5:1-2; comp. Jn. 7:41-42).
Miqueas fue un profeta del siglo VIII a. C., contemporáneo de Isaías, que ministró durante un período muy difícil de la historia de Israel. Por un lado, la nación estaba sufriendo de una profunda descomposición interna. El pueblo de Israel se encontraba en ese momento en un nivel muy bajo espiritual y moralmente hablando.
Miqueas fue un profeta del siglo VIII a. C., contemporáneo de Isaías, que ministró durante un período muy difícil de la historia de Israel. Por un lado, la nación estaba sufriendo de una profunda descomposición interna. El pueblo de Israel se encontraba en ese momento en un nivel muy bajo espiritual y moralmente hablando.
Y por el otro lado, tenían la amenaza del ejército asirio, que en el futuro cercano les propinaría una derrota muy humillante (es a eso que se refiere el profeta cuando dice en el vers. 1: “con vara herirán en la mejilla al juez de Israel”). Así que había problemas de dentro y de fuera. Una gran descomposición social y una amenaza militar inminente.
Y es en ese contexto que el profeta proclama la venida de un gobernante extraordinario, del cual se profetizan tres cosas:
EL LUGAR DE SU NACIMIENTO
“Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel” (vers. 2).
Hay un himno muy conocido que se suele cantar en tiempos de Navidad, compuesto por Philips Brooks; el himno se titula en español: “Oh aldehuela de Belén”.
Si buscan en el Diccionario de la Real Academia la palabra “aldehuela”, verán que se trata del diminutivo de “aldea”. Y si buscan la palabra “aldea”, verán que significa: “Pueblo de corto vecindario y, por lo común, sin jurisdicción propia.” Así que una aldea ya es de por sí un pueblo pequeño, pero una aldehuela es más pequeña aún.
Pues así era Belén en tiempos del profeta Miqueas, un lugar tan pequeño que en ocasiones no fue contado al enumerar los pueblos y aldeas de Judá. Belén fue pasada por alto en la lista de Jos. 15:21 y en Neh. 11:25. Es a eso que se refiere el profeta en el versículo 2; Belén no tenía tamaño suficiente como para ser contada “entre las familias de Judá”.
Sin embargo, Belén ocupa un lugar prominente en la historia de Israel; primero, porque allí nació el rey David; y segundo, porque fue el lugar escogido por Dios para el nacimiento del Mesías.
El Mesías pudo haber nacido en Roma, la capital del imperio; o al menos pudo haber nacido en Jerusalén, la ciudad más importante de Israel. Pero Dios escogió una aldea pequeña e insignificante, y dentro de esa aldea un establo, para la encarnación de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Él debía mostrar en todo el carácter de su obra, y Él no vino para ser servido sino para servir. El éxito de su empresa dependía enteramente de su humillación, porque Él vino a tomar el lugar de pecadores culpables que no merecían un palacio, sino un patíbulo. Antes de ser exaltado, era necesario que Cristo fuese humillado (comp. Fil. 2:5-11).
Pero el profeta no sólo anuncia de antemano el lugar de su nacimiento, sino también la naturaleza de su obra.
LA NATURALEZA DE SU GOBIERNO MESIÁNICO
“Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel” (vers. 2). Dos cosas importantes se señalan aquí en cuanto a la obra de este personaje que habría de nacer en Belén.
Por un lado, nos dice que esta persona vendrá a implantar su gobierno en Israel; pero por el otro lado, enfatiza el hecho de que él no viene a gobernar en su propio nombre, sino en el nombre de Dios.
Noten que el texto no dice simplemente: “de ti saldrá”, sino “de ti ME saldrá el que será Señor en Israel”. En otras palabras, “Ése que nacerá en ti vendrá de parte de mí”, dice Dios. Este gobernante que Dios promete en Miqueas 5:2 habría de gobernar en nombre del Padre. Esto es algo que Cristo enfatizó en su ministerio una y otra vez:
En Juan 4:34 dijo a sus discípulos: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra”.
Y en Juan 5:30 dice una vez más: “Porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre”.
Y en Juan 7:16: “Mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me envió”.
Como el Mesías enviado de Dios, Cristo no sólo dependía en todo de Su Padre, sino que estaba plenamente consciente de que la esencia de Su obra era revelar al Padre y llevar a los hombres a someterse a Él.
Cristo no vino a establecer por la fuerza un reino terrenal, derrocando a los enemigos de Israel, sino a hacer posible que hombres y mujeres pecadores se sometieran voluntariamente al dominio de Dios. Eso fue lo que Él quiso recalcarle a Pilato durante el juicio civil, unas horas antes de la crucifixión:
“Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí”.
Si Cristo hubiera venido a implantar un reino como los reinos comunes y corrientes de este mundo, lo primero que hubiera hecho sería reclutar soldados; pero él vino a implantar un reino de una naturaleza muy diferente.
“Le dijo entonces Pilato: ¿Luego, eres tú rey? Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey”.
El Señor evita responder esta pregunta directamente para no crear malos entendidos; Jesús no era el tipo del rey que Pilato tenía en mente, pero tampoco puede negar que Él era rey en el más alto sentido de ese término:
“Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (Jn. 18:36-37).
Noten cómo Cristo conecta su reinado con la verdad. Su victoria no se obtiene forzando a sus enemigos desde fuera, sino dándoles convicciones desde dentro. Y su arma de guerra es la verdad. El reino que Cristo vino a implantar está compuesto de hombres y mujeres que se han sometido voluntariamente a la verdad de Dios que Cristo encarna en su Persona.
“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Jn. 14:6).
Pero hay algo más en esta profecía que le fue revelada al profeta Miqueas acerca del Mesías…
LA NATURALEZA DE SU PERSONA
“Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (vers. 2).
Este texto parece contradictorio. Por un lado nos habla de alguien que habría de nacer como todos nacemos, y aún señala el lugar de su nacimiento. Pero por otra parte nos dice que esa Persona que habría de nacer en Belén no comenzaría a existir en ese momento; más bien se trata de alguien que ha existido desde toda la eternidad, un atributo que solo puede poseerlo Dios (comp. Is. 40:28).
Pero es ese Dios el que anuncia en Miqueas 5:2 que ha de enviar al Mesías: “De ti me saldrá el que será Señor en Israel”. ¿Es el Mesías Dios mismo, o alguien que habría de ser enviado por Dios?
Esta misma dificultad la encontramos en la profecía de Isaías 9:6, la cual se refiere también al nacimiento del Mesías: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz”.
Nacería como un niño, pero sería llamado “Dios Fuerte” y “Padre Eterno”. ¿Cómo puede ser esto posible?
La solución de este dilema es la encarnación del Hijo de Dios. Él es Dios y, por lo tanto, siempre ha existido; pero voluntariamente, y por amor a nosotros, decidió asumir en el tiempo una naturaleza humana, semejante en todo a la nuestra, pero sin pecado.
Y estando en condición de Hombre, decidió tomar nuestro lugar en la cruz del calvario para pagar así nuestra deuda con la justicia divina. Ese es el gran mensaje del evangelio, la buena noticia de que Dios mismo vino al mundo a salvar a sus criaturas, haciéndose como uno de ellos y muriendo en su lugar.
Es Dios quien envía, como vemos en Miqueas 5:2; pero Ese que es enviado no es otro que Dios mismo, la segunda persona de la Trinidad. He ahí la solución del dilema.
“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios… y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:1 y 14).
Es ese hecho extraordinario que supuestamente el mundo recordará mañana. Lamentablemente, la celebración no concuerda en nada con la naturaleza del evento. El nacimiento de Cristo es la solución de Dios al problema del pecado; ninguna celebración de la Navidad será apropiada si evadimos ese hecho.
Ese nacimiento nos recuerda que todos nosotros tenemos un serio problema con la justicia de Dios y que no son muchas las opciones que tenemos para resolverlo. “Hay un solo Dios y un solo Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo Hombre”, dice Pablo en 1Tim. 2:5.
Esa es el gran mensaje de la Navidad, que Dios ha provisto salvación es gratuita, por medio de la fe en Su Hijo. “El justo murió por los injustos para llevarnos a Dios” (1P. 3:18).
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