En Ef. 1:3 Pablo dice que Dios nos bendijo “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales”. Esta es una declaración que debe ser resaltada en esta época tan materialista en que nos ha tocado vivir. Vivimos en una sociedad que idolatra la salud, las riquezas, la buena vida; y lo más triste de todo esto es que algunos han querido acomodar el mensaje del evangelio a esa forma de pensar.
Por eso tantas personas hoy día han abrazado el llamado “evangelio de la prosperidad”: si somos cristianos, dicen algunos, debemos prosperar económicamente, debemos disfrutar de muchas posesiones, porque somos hijos del Rey, y debemos vivir como tales.
“El evangelio… de la prosperidad – ha dicho Warren Wiersbe – trata de hacernos creer que la mayor preocupación de Dios es hacernos felices, no santificarnos, y que se preocupa más por nuestro bienestar físico y material que por el moral y espiritual. El ‘dios de la prosperidad’ es un mensajero celestial cuya única responsabilidad es responder a todos nuestros llamados y asegurarse de que estemos gozando de la vida”.
Pero lo cierto es que nuestro bendito Salvador no murió en una cruz para darnos riqueza, salud y una vida cómoda y placentera en esta vida terrenal, sino para hacernos santos y luego llevarnos a Su presencia para participar de Su gloria. Los cristianos vivimos en este mundo, y por lo tanto, disfrutamos de los bienes terrenales que Dios derrama sobre todos los hombres. Pero no debemos olvidar que son bienes temporales.
Pero lo cierto es que nuestro bendito Salvador no murió en una cruz para darnos riqueza, salud y una vida cómoda y placentera en esta vida terrenal, sino para hacernos santos y luego llevarnos a Su presencia para participar de Su gloria. Los cristianos vivimos en este mundo, y por lo tanto, disfrutamos de los bienes terrenales que Dios derrama sobre todos los hombres. Pero no debemos olvidar que son bienes temporales.
“Nada hemos traído a este mundo, dice Pablo en 1Tim. 6:7, y sin duda nada podremos sacar”. Cuando concluya nuestro tiempo aquí dejaremos atrás todas esas cosas. Eso es lo que el hombre incrédulo parece ignorar. Vive para las cosas de este mundo como si eso fuera todo, y de ese modo desprecia las verdaderas riquezas.
Pero los creyentes somos distintos. Aunque vivimos en este mundo, y disfrutamos de las mismas cosas lícitas que los demás disfrutan, vivimos con la conciencia de que somos ciudadanos del cielo, y que como tales disfrutamos de enormes privilegios que no todos los hombres disfrutan. Y es acerca de esos privilegios que Pablo está hablando en este pasaje de Efesios 1.
Por el momento vivimos en este mundo, pero realmente pertenecemos a otro lugar. Y aunque nos es lícito disfrutar de las bendiciones temporales que Dios derrama sobre todos los hombres, en ningún momento debemos olvidar que somos extranjeros y peregrinos en esta tierra (1Pedro 2:11).
“Nuestra ciudadanía está en los cielos”, dice Pablo en Filipenses 3:20, y esa ciudadanía encierra grandes privilegios. Hemos sido bendecidos “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales”. No con algunas, sino con todas. Somos ciudadanos del cielo con todos los derechos que esa ciudadanía encierra. No hay ciudadanos de segunda clase aquí.
Nos relacionamos con Dios como nuestro Padre, podemos entrar cuantas veces queramos al trono de la gracia, tenemos el poder de Dios obrando a nuestro favor, sabemos que Él controla todas las cosas para nuestro bien, y nos gozamos en la esperanza ciertísima de la vida eterna. En otras palabras, aunque no hemos llegado al cielo, ya comenzamos a disfrutar un anticipo de él.
Por eso no importa si tenemos poco o mucho de los bienes de este mundo; si somos creyentes genuinos, nuestro verdadero disfrute, nuestro más profundo deleite, son esas bendiciones espirituales de las que Pablo habla en esta carta, y que Dios nos ha concedido libremente en Cristo.
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