Este domingo pasado inicié mi sermón de la mañana con esta sorprendente historia que leí la semana pasada. Es acerca de un hombre llamado John Harper, nacido en Escocia, en un hogar cristiano, en 1872. John Harper se convirtió al cristianismo cuando tenía 14 años de edad y de inmediato comenzó a manifestar una intensa pasión por compartir con otros el mensaje del evangelio, una pasión que lo dominó por el resto de su vida.
A los 17 años comenzó a predicar en las esquinas y las calles de su villa en Escocia, llamando a los hombres al arrepentimiento y a la fe. Durante 5 ó 6 años se mantuvo dedicado a esta labor, trabajando durante el día en un molino para poder sostenerse económicamente; hasta que un pastor Bautista de Londres, E. A. Carter, hizo posible que pudiera dedicarse por entero a la predicación de la Palabra.
En 1896, a los 24 años de edad, Harper comenzó a pastorear su propia iglesia en la ciudad de Londres, con apenas 25 miembros; 13 años después la membrecía era superior a los 500. Durante ese lapso de tiempo, John Harper se casó y tuvo una hija a la que llamaron Nana; pero su esposa murió cuando la niña era aún muy pequeña.
Su celo como evangelista llegó a ser tan conocido, que la iglesia de Moody en Chicago lo invitó a viajar a los EUA en dos ocasiones para predicar la Palabra. Y fue precisamente en el segundo de esos viajes que sucedió el incidente que quiero compartir con Uds., el cual ha sido conocido en parte por el testimonio de su hija Nana, que en ese tiempo tenía unos 6 años de edad.
Ella recuerda que cerca de la media noche el barco en que viajaban chocó con un Iceberg y comenzó a hundirse. Y aunque su padre creía que otro barco iría a rescatarlos, como una medida de precaución, puso a la niña en uno de los botes salvavidas, dejándola al cuidado de un primo suyo mayor que ella que también los acompañaba en el viaje (esa medida de precaución le salvó la vida a Nana Harper, que murió en 1986 a la edad de 80 años).
Supongo que muchos se habrán dado cuenta que el barco en el que viajaba Harper con su hija era el Titanic, que naufragó la noche del 14 de Abril de 1912. Pero hay una parte de la historia que no conoceríamos, a no ser por el testimonio que un joven escocés compartió en un culto de oración 6 meses después de la tragedia.
Él cuenta que estaba flotando en el agua helada, agarrado de uno de los escombros del barco, cuando de repente una ola empujó a John Harper a su lado, que también trataba de mantenerse a flote asido a un palo de madera.
- Él me gritó: “¿Eres tú salvo?”
- “No, no lo soy”, le respondí.
- Él entonces me gritó de vuelta: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”.
- Las olas alejaron a Harper una vez más, pero un poco después fue empujado otra vez a mi lado. “Y ahora ¿eres salvo?”, me preguntó de nuevo en alta voz.
- “No”, le respondí. “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo”.
- Entonces, perdiendo su asidero en la madera, [Harper] se hundió. Y allí, sólo en la noche y con dos millas de agua bajo mis pies, confié en Cristo como mi Salvador. Yo soy el último convertido de John Harper.
Hasta el último suspiro de su vida este hombre fue dominado por la pasión de compartir con otros el mensaje del evangelio, y estando a punto de morir ahogado, fue el instrumento que Dios usó para que ese joven pusiera su confianza en Cristo para ser salvo.
¡Oh, que el Señor nos conceda más de ese celo evangelístico! Que junto con el apóstol Pablo podamos decir: “Deudor soy a los griegos y también a los bárbaros, a los sabios y también a los ignorantes”… “Por eso soporto todas estas cosas, por amor a los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que hay en Cristo Jesús con gloria eterna” (Romanos 1:14; 2Timoteo 2:10).
© Por Sugel Michelén. Todo Pensamiento Cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.
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